-Por favor, no te vayas. - dijo ella con tono suplicante, con los ojos empapados en lágrimas.
-Lo siento cariño, debo irme, es lo mejor para los dos. - replicó él, con un timbre algo ausente.
-No, es lo mejor para ti. Siempre me has hecho lo mismo, haces lo que más te convenga. ¿Qué ha ocurrido esta vez? ¿Tienes otra, es eso? - chillaba ella, estallando en un llanto propio de una pataleta de niña de 5 años.
-¿Cómo puedes pensar eso de mi, Irene? Yo te quiero.
-¿Me quieres? Entonces, ¿por qué te vas?¿Por qué huyes como un niño asustado?
-Bueno, pensándolo mejor no, no te quiero. Te amo. Y por eso tengo que irme. Y no huyo, sólo necesito estar solo, pensar en mí, en ti, en nosotros. Sabes que siempre te amaré, que nunca habrá nadie como tú.
-¡No te vayas! - dijo ella, tirada en el suelo, llorando y balbuceando millares de súplicas. -Te necesito. Más que al aire que respiro, no puedes irte así sin más.
-Lo siento Ir, debo irme, ahora. No puedo esperar. Te llamaré, te lo prometo. Por cierto, sabes que siempre será un verbo conjugado en tres tiempos, ¿no? - dijo él, en un atisbo de entusiasmo y diversión, pero que en seguida se fue, como él iba a hacer en poco tiempo, rápidamente.
-¿Qué? ¿Un verbo en tres tiempos? ¿De qué hablas, Aitor? - dijo ella, sin dar abasto en secarse las lágimas que caían por sus sonrojadas mejillas.
-Sí, en tres tiempos. Te amé, te amo, y te amaré. - dijo él, con ese brillo en sus ojos que a tantas chicas había enloquecido, pero que solo Irene había podido disfrutar tantos días y noches.
-No te vayas, por favor. Quédate conmigo, no me abandones, por favor, por favor... ¡No, no te vayas! - suplicaba ella, sin poder creerse aún que se fuera a ir así, sin más.
-Lo siento cariño... - dijo él, abriendo la puerta y saliendo al exterior. Por un momento, mientras ella gritaba y sollozaba, se giró, la miró y estuvo tentado a volver, a agarrarla y decirle "no te soltaré nunca, mi vida, no te preocupes". Pero pronto desechó ese pensamiento de su mente, y supo que era el momento. - Adiós.
-Aitor, no, no te vayas, por favor. - le suplicaba ella, tirada en el suelo, al borde de la histeria. - ¡Quédate, quédate aquí!
Cuando ella levantó la vista, él ya se había ido. Tal como vino se fue. Y a ella sólo lo quedaban todos esos momentos, que le parecieron en su momento hermosos, y que ahora le punzaban el corazón.
Mientras, él corría, como nunca lo había echo. Por sus mejillas resbalaban miles de gotas de agua saladas. Sabía que nunca iba a volver, pero la amaba de verdad. Pero ella no sabía lo que iba a pasar, al contrario de él. Por una vez en su vida, había pensado en otra persona en vez de en sí mismo. La había dejado con la mayor sequedad posible, y esperaba que ella rehiciera su vida. Era lo mejor para los dos.
Así, esa noche, dos almas vagaron por esa ciudad, perdidas, sin rumbo. Dos almas locamente enamoradas la una de la otra, dos almas que nunca volverían a juntarse.
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